Es increíble que haya
pasado apenas un mes. Digo porque si uno piensa en lo poco que estuvo en boca
de todos en las últimas semanas pareciera que es algo que sucedió hace
muchísimo tiempo, uno de esos recuerdos amargos que uno no menciona mucho
porque al fin y al cabo la vida sigue y no podés tener algo tan feo siempre fresco en la
cabeza. Pero lo raro de las inundaciones es que no pasó hace casi nada y que se
olvidó bastante rápido. Capaz es como decía Arthur Schnitzler y los gobiernos
que se mantienen mucho tiempo tienden a acostumbrar a sus pueblos a las taras
de sus jerarcas. Al kirchnerismo, uno de sus defectos más terribles -quizás el más- fue lo fácil
que generó muertos políticos. Yo recuerdo que cuando fue lo de Mariano Ferreyra
muchos se horrorizaron e incluso algunos kirchneristas (como había señalado
Quintín en este post) mostraron que para ellos el límite era uma muerte. Pero
una semana después de lo de MF murió Néstor Kirchner y entonces la mística tapó por un rato
el crimen. Tiempo después vendrían más muertos (el Indoamericano, los Quom,
Once) y poco a poco como que las masas se fueron acostumbrando y muchos kirchneristas
empezaron a adoptar la actividad de mirar para otro lado casi como un reflejo
pavloviano. Capaz el olvido parcial frente al horror de La Plata es sólo eso,
producto de un gobierno que ya logró que las muertes valgan muy poquito. Pero
tengo la esperanza de que no, de que lo que sucedió es que no provocó una
indignación tan generalizada porque todavía hay una población shockeada. Lo de
La Plata es uno de los hechos más siniestros desde que llegó la democracia. No
fue sólo como Once, en donde se juntaron la ineptitud y la corrupción para
generar una masacre anunciada hace años, sino que acá vino también la reacción más
aberrante de medios oficialistas de los que haya tenido memoria y exhibidos con
una claridad pornográfica. Así es como se vieron medios que prácticamente
festejaron cuando los muertos fueron de Macri y al otro día empezaron a callarse
la boca cuando los muertos fueron de Bruera y también –nunca olvidarlo- del
actual ministro de Justicia y ex intendente de La Plata Alak. El silencio de
los diez días por parte de la presidente -insoporablemente presente cuando pasó lo de Once-, es verdad, no estuvo, aunque si
apareció CFK diciendo barbaridades a las víctimas de La Plata, Bruera colgando
una foto trucha en Twitter, o Mariotto diciendo que a esta altura un muerto más
un muerto menos no hacía diferencia. Y con esto último surge uno de los temas
más horribles de toda esta situación y es la –ya a esta altura- certeza de
que hubo ocultamiento de cadáveres, de que la cifra que se maneja hoy es
imposible y que basta con conocer gente de La Plata para corroborar la ridiculez
de los 52 fallecidos.
La inundación de La
Plata mostró a un gobierno no sólo volviendo a provocar decenas de muertos por
corrupción, sino que exhibió con una transparencia pasmosa los límites de
perversión a los que llevó la práctica política.
Y digo “práctica
política” y casi siento extrañamiento en mencionar ese término hoy. Si por algo
se ha caracterizado el kirchnerismo es por basar su poder en algo increíble
para aplicar cualquier imagen de un Estado: lo encriptado. El kirchnerismo es
la política de la confusión, no sólo porque si alguno quisiera explicar que es
“el modelo” se quedaría en una sumatoria de contradicciones disparatadas, sino
también porqueel gran truco del kirchnerismo, la gran humorada
negra que les salió acaso involuntariamente fue hacerle sentir a mucha gente
que la política tenía que plantearse objetivos explicados de manera difusa y
muy general: combatir “a la derecha” y a "las multinacionales",
defender “el modelo” o plantear “una política de derechos humanos”. Y se sabe
que pasó y que pasa todavía con eso: dan un par de señales mínimas de que la
cosa va para ese lado muy general que proponen (juzgan a militares de los 70
por los derechos humanos que se violaron en ese época, se diferencian en el
discurso de un político conservador como Macri) y después no importa más nada: se
tejen alianzas cretinas con gobernadores fachos, crímenes políticos quedan impunes
y persisten una buena cantidad de derechos humanos elementales que este Estado
ha demostrado que se pasa por el forro. Pero por alguna razón esto les bastó
para generar una idea de pensar la política como una cuestión de fe, con este
amor por el slogan y los discursos altisonantes antes que los hechos concretos,
por crear esta certeza de que el país está dividido en dos y que los que lo siguen
son los buenos –o los menos malos-. Y mientras esto pasaba se puso en segundo
plano una palabra que sólo resonó con verdadera fuerza en dos masacres como
fueron la de Once y la de la reciente inundación: gestión. De pronto, como un
shock de quien descubre lo más básico y elemental, la Argentina cayó en la idea
de que se había olvidado el detalle de que faltaba infraestructura y que el
Estado estaba manejado por un conjunto de inoperantes. Que esto se vea como una
sorpresa es parte de la tragedia de estos tiempos y es el aspecto que más
deploro del kirchnerismo: el hecho de que haya eliminado de la política la
belleza de lograr mediante estrategias muchas veces muy hábiles y complejas
objetivos lógicos y de sentido común. No es una forma de arte de lo posible
como planteaba Maquiavelo, porque el arte tiende a complejizar el mundo en que
vivimos mientras la política tiene que darnos la seguridad de que hay reglas
que no se rompen, límites que no se cruzan, y objetivos claros que si se buscan
es porque sabemos que hacen un bien. Que si un tren puede descarrilar hay que
buscar la manera de que no esto no pase; que el camino que no estaba bien se
solucione; que el marginal tiene que ser integrado al sistema; que la población
tiene que ser alfabetizada y los maestros preparados; que tienen que existir
estadísticas públicas que nos permitan ver cuáles son los problemas concretos
que afecten a personas concretas; que un funcionario deba ir preso si delinque,
o que un país esté preparado para una catástrofe natural y esperable.
Después veremos si
hay algo ahí que se pueda hablar de izquierda, o de derecha, neoliberal o
centro o que. Nadie habla de muerte de ideologías, sino de una necesidad
alarmante en este contexto de politiquería de cuarta de construir una política
a través del cimiento de lo concreto porque el discurso vacuo y el slogan nos
está haciendo pedazos y desaprovechando un momento histórico de crecimiento
regional. Si pensamos que no hay relación entre la inundación, la masacre de
Once, la incapacidad de frenar la inflación, el ser el país que más ha
invertido en educación y que menos resultado ha tenido, el nivel de
extranjerización de empresas (mayor a cualquier época de Menem) y los números
reales de pobreza después de tantos años en los que entró tanta pero tanta
guita es porque estamos ciegos ante un país que ha hecho prácticamente una
filosofía de su falta de infraestructura y su incapacidad casi admirable de
plantearse cualquier política sólida a largo plazo. Y ahí es cuando se da
cuenta que esta gente no es imprescindible, ni brillante, ni siquiera poderosos
agentes del mal; sino personas que no están a la altura de su cargo, que no han
hecho un trabajo para el que se les paga y que el hecho de que muchos de ellos
patoteen o se queden con vueltos hablan de su inutilidad como funcionarios más
que de cualquier otra cosa. No sé qué pasó para que todo se torciera tanto y
perdamos la noción básica que lo que está arriba no es en el fondo más que un
servidor público y que su capacidad gestora no es un detalle más sino la base
misma de su política. No es cuestión moral, ni ideológica, es simplemente
pedir, en principio, que se labure bien.
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Acá abajo está el programa.
El cine de Tim Burton: Érase una vez muchos freaks.
Clase 1: Los comienzos. Relaciones y raíces: la Hammer, Fellini, Walt Disney y el cine de Corman/Price. Sus inicios como dibujante y sus primeros cortos. Pee-Wee Hermann, Beetlejuice y otros seres anárquicos. La consagración con Batman y la redifinición del género de superhéroes. El Joven Manos de Tijera o la primera obra maestra burtoniana.
Clase 2: Un mundo dirigido por bestias.Batman Vuelve o la secuela aberrante y magistral. El triángulo monstruoso y la pelea por el más deforme. La épica del fracaso de Ed Wood o cuando el cine es pasión y (quizás) solo eso. La producción de El extraño Mundo de Jack y el más triste de los cuentos navideños.
Clase 3: Encuentros con géneros de todo tipo: Marcianos al Ataque y la destrucción de Hollywood (y todo lo demás). La figura de las estrellas destrozadas o la época en que Burton se sintió más libre que nunca. El policial de terror en La leyenda del jinete sin cabeza. La remake de El Planeta de los Simios o el Burton más impersonal.
Clase 4: Burton modelo Siglo XXI: El Gran Pez y la reflexión sobre el relato. El Cadáver de la Novia y Charlie y la fábrica de Chocolate: cuentos de hadas para niños tristes y algo retorcidos. Sweeney Todd o la imposibilidad de frenar la violencia. El paso en falso de Alicia en el país de las maravillas y la oda a los monstruos de Sombras Tenebrosas y Frankenweenie.
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Y la foto de abajo, si claro, es una decisión cinéfila pero también hormonal. Que uno no es de fierro que tanto._
De vez en cuando doy clases de cine. De vez en cuando
también tengo que hablar de eso que dio en llamarse (mal, pero en fin, a algún
programa hay que ajustarse) “Nueva Ola Japonesa”. Ahí el primer nombre que
menciono indefectiblemente es el de Nagisa Oshima. Cuando eso pasa veo que la
mayoría de los alumnos ni lo conocen y que jamás de los jamases escucharon su
nombre. Es algo raro porque mis alumnos no suelen ser precisamente alumnos a
los que no les gusta el cine y Oshima no es precisamente un cineasta poco
importante en el siglo XX. A veces digo que dirigió El Imperio de los Sentidos,
una película con sexo explícito que transcurre en Japón durante la Segunda Guerra,
y entonces algunos (no muchos) dicen que sí, que la vieron, que se acuerdan de
esa película sobre una pareja que se encerraba a tener sexo de manera enfermiza
y que terminaba con la mujer cortándole el miembro a su esposo cuando este
muere tras una relación sexual sadomsaoquista. Me dicen que tienen un gran
recuerdo de ese relato polémico de los 70 en el que el sexo tenía un lugar
preponderante en una década en la que se se produjeron varias películas así (Detrás
de la puerta verde, Delicias Turcas,The Image, El último tango en París).
Quiso esas ironías del destino –u otras razones más precisas que desconozco- hizo
que la peor de todas ellas que es la de Bertolucci sea la más recordada en
general y que las otras películas sean o menos conocidas o prácticamente
ignoradas salvo para los muy interesados en la materia. La de Oshima fue una
película escandalosa, no solo en el resto del mundo sino también y sobre todo
en Japón. El film es con actores nipones y temáticamente no puede ser más
japonesa, pero tuvo que ser producido y filmado en Francia porque estaba (y aún
está, aunque las consecuencias legales de hacerlo son menores que antes)
prohibido mostrar genitales y en El Imperio de los Sentidos hay planos de
genitales masculinos y femeninos en casi todos los planos de la película. A
modo de provocación mayor incluso, se trata de una suerte de película sobre
genitales, en tanto y en cuanto la película nos va develando que en verdad la
protagonista Sada no está enamorada de un hombre sino lisa y llanamente de su
miembro sexual, como una suerte de amor fou surrealista en clave genital, una
obsesión tan centralizada que rompe las convenciones más arraigadas de los
relatos pornográficos tradicionales (desde Sade, a Bataille, pasando por
Pauline Regae, ha contado con protagonistas que eran ninfómanas desesperadas
por todos los hombres, Sada en cambio solo le interesa realmente un pene de una
sola persona). Pero El Imperio de los Sentidos
es una película rara más allá de su genitalidad, sus escenas sexuales están tan
multiplicadas que dejan de tener un sentido erotizante para tener un sentido
meramente dramático. O sea, al verse tantas veces seguidas a la pareja teniendo
sexo, lo que importa no es el acto sexual en sí, sino ir viendo cómo durante
ese acto se van desarrollando las relaciones interpersonales entre los dos
(sobre todo en lo que refiere a relaciones de poder en la pareja). Sin embargo
la escena más curiosa de la película, acaso la más interesante no transcurre
cuando los personajes están desnudos o siquiera cuando están juntos: el momento
más fuerte y quizás la toma de posición más contundente del director se
encuentra cuando decide mostrar al esposo de Sada vestido y visiblemente cansado
caminando por una calle a contramarcha de unos soldados japoneses. Uno ve en
ese plano sutil como pocos que mientras unos van a morir por la patria el otro
va a morir por una Sada en una relación sexual que él ya intuye será la última.
Ahí entonces comprendemos que la actitud del esposo de morir teniendo sexo por
amor a su mujer es sólo una actitud de sacrificio más de las muchas que se
estaban dando en Japón en las épocas del general Hirohito. Uno, además,
entiende que esa actitud no sólo no es del todo irracional sino que es mucho
más lógica que la de los propios soldados. Después de todo, morir por algo tan
abstracto como “la patria”, hacerlo entre el sufrimiento de las trincheras, y
todo para apoyar un régimen imperialista y cruel es, si se piensa no demasiado,
muchísimo más ridículo que elegir morir en medio del placer de un acto sexual
por la mujer que uno ama.
Imagen de la ¿pornográfica? El Imperio de los Sentidos
Ahí es donde uno se da cuenta de una cosa, y es que toda
esta provocación tiene además una idea detrás, una histórica, política y hasta
moral. La provocación no es solo una pose, sino que además tiene una raíz, un
pensamiento. Esto es importante porque justamente es lo que siempre ha
diferenciado a Oshima de otros directores que ostentan una incorrección
política y nada más que eso. A esos realizadores el tiempo solía y suele encargarse
de ponerlos con justicia en el olvido. Es algo similar a lo que decía Frank
Zappa (otro provocador genial y con un pensamiento lúcido de fondo): un rebelde
que solo tiene para ofrecer su rebeldía es o un reaccionario disfrazado o un
reaccionario en potencia. Siguiendo su misma línea de razonamiento pero en el
plano cinematográfico, un director provocador que solo tiene que ofrecer sus
provocaciones no es más que artista intrascendente en potencia. Ahí está ese
ejército de directores que les gustaron hacerse los cancheros con imágenes
ultraviolentas como violaciones de diez minutos en tiempo real o curiosidades
como fellatios en vivo y en directo en películas de pretensiones “artie” y ahí
quedaron, como un conjunto de olvidados que hoy no tienen más para ofrecer que
sus propio regodeo en la rebeldía cinematográfica. Oshima pertenece a ese grupo
muy pequeño de realizadores que, como Verhoeven, Cronenberg o el recientemente
fallecido Wakamatzu saben irritar pero saben porque lo están haciendo. Uno
siente incluso a veces que no es tanto su intención incomodar, sino
sencillamente decir lo que piensan del mundo o de ciertos aspectos del mismo. Lo
que provocan es, si se quiere, un efecto colateral, parte de la consecuencia de
exhibir sus pensamientos transgresores.
La esencial Ceremonias. Acaso su mejor película y uno los largometrajes más importantes de los 70.
Así fue un poco siempre la filmografía de Oshima, cuando se
erigió como uno de los principales responsables (quizás el más) de lo que fue
la renovación generacional de los 60 en el cine nipón (junto con otros nombres
como Imamura, Hani, o Suzuki). Oshima introdujo una negrura y una acidez que no
era común ver en el cine japonés de esos años y en poco más de diez años el
director se había cargado a diferentes aspectos de la sociedad de su país. Sus
jóvenes (Cruel Historia de Juventud), la sociedad de consumo (Boy), la
destrucción cultural de sus tradiciones (Ceremonias) y la clase política (Noche
y Niebla en Japón). Falló alguna que otra vez (muy pocas: La calle del amor y la esperanza, su opera prima y su largometraje más neorrealista es uno de esos casos)
pero en rasgos generales entregó o muy buenas películas o directamente obras
maestras. Su cine estuvo muchas veces obsesionado con el mal terrible, con el
caos surgiendo de pronto, algo así como su compatriota Mizoguchi, pero a
diferencia del otro, no hay en Oshima una idea de filmar ese mal con pudor y
distancia, antes Oshima tomaba posición al respecto y no pocas veces las
satirizaba dando como resultado escenas magistrales e incómodas. La cuestión de
la toma de posición siempre fue clave, porque si a eso se le suma un intento
por describir familias de la Japón moderna es lo que convertía muchas veces a Oshima en una
suerte de Ozu o Naruse furioso, o sea, alguien que también diseccionó las
clases sociales y las relaciones familiares, pero ya no desde un lugar con
pretensiones neutrales o desde un lugar melancólico, sino tratando de expresar
una indignación genuina si algo le parecía injusto, o cretino. Oshima, a
diferencia de Ozu, nunca tuvo aspiraciones de un cine sabio que buscara las
razones de todos sus personajes, sino más bien urgente. Justamente una de las
escenas más potentes de todo su cine se encuentra en un momento de Boy en el
cual el padre quiere convencer a su hijo pequeño de que se siga tirando delante
de los autos para simular heridas y seguir demandando a los conductores. Ante
la negación del chico el padre aprovecha su condición de veterano de guerra
condecorado por valentía para manipularlo moralmente, diciendo que él no sabe
lo que es en realidad arriesgar su vida. Allí entonces aparece la madrastra del
nene en escena y también el chico más pequeño de la familia. Todo transcurre en
una habitación pequeña y está filmado con la cámara baja tal y como sucedería
con cualquier película de Ozu. Pero aquí las manipulaciones no son sutiles ni
los personajes parcos en sus expresiones y discretos en el tono de su voz. Por
el contrario, la situación es descontrolada e histérica y el padre es capaz de
ahorcar a su propia mujer incluso cuando, para frenarlo, le anuncia que está
embarazada. Hay una rara incomodidad en esa escena no tanto por el sufrimiento
sino por el raro y retorcido humor, el padre utilizando sus “códigos de
guerrero” para un fin mezquino y deleznable, la madrastra histérica actuando como
un personaje salido de una telenovela barata y los dos chicos viendo esto de
modo neutral, como demasiado acostumbrados ya a ese tipo de situaciones
grotescas. Cuando todos terminan de discutir Oshima hace algo muy común en su filmografía: deja todo la escena en un
total y absoluto silencio. Como bien
indicaba Michel Chion, el sonido ha tenido siempre una cualidad de “expansión”,
si vemos un lugar pequeño pero escuchamos un sonido (sobre todo uno que
transcurre fuera del espacio visual) el espacio inmediatamente “se agranda”,
sabemos que hay una vida tanto adentro como afuera de ese lugar. En Oshima en cambio,
la ausencia de sonido en lugares pequeños vuelve al lugar todavía más pequeño,
más desolado, como si el universo del o los personajes se redujera solamente a
una mínima y asfixiante geografía. Pienso a veces incluso que el mayor
descubrimiento formal de Oshima fue ese: saber que más inquietante que un
sonido agresivo o amenazante fuera del campo visual, es el vacío sonoro más
absoluto, la ausencia siquiera de una amenaza y el clima del más absoluto
encierro.
Este tipo de decisiones visuales y sonoras de su cine, así
como su transgresora visión del mundo vieron su herencia en varios cineastas:
Koji Wakamatzu y Takeshi Kitano –quien fue descubierto en su faceta de actor
“serio” por Oshima en Merry Christmas Mr. Lawrence- con su poesía acotada son
dos ejemplos claros. Sin ir más lejos hace muy poco Shono Shion presentó la
obra maestra Guilty of romance, un film atravesado por El Imperio de los
Sentidos. En algún momento, espero, la figura de Oshima llegue a ser tan
conocida internacionalmente como la de cualquiera de los directores japoneses
clásicos, o sencillamente como la de cualquier otro gran cineasta de cualquier
espacio geográfico y de cualquier época.
Entonces películas como Ceremonias, Boy, Tabú o Noche y Niebla en Japón
figuren entre los grandes films que se hayan filmado. A mí me hubiera gustado
hacerle más justicia con una necrológica más extensa, que le haga más justicia
a la riqueza de quien es uno de mis cineastas preferidos. La falta de tiempo y
la urgencia de redactar una necrológica poco tiempo después del deceso sólo
pudo entregar este texto. Es lo que hay.
Nota publicada (aunque con algunas pequeñas modificaciones) en el sito A Sala Llena.
A fin de año todos elaboran listas de lo mejor de
ese corto período de 364 días (o 65, dependiendo si es bisiesto o no). Sin
embargo, a una publicación web mexicana se le había ocurrido que como este era
el año del fin del mundo (que quedó nuevamente frustrado por la realidad), quizás
era más pertinente hacer un último posible esfuerzo cinéfilo mayor y ya no
listar las diez mejores de un año sino de una historia personal (o sea, lo que
se dice las diez mejores películas que uno considera que vió en su vida),
justificando además brevemente el porqué de cada elección. Como amigo de una de
las organizadoras de la página yo fui uno de los convocados para el listado,
pero finalmente la página no pudo salir este mes y mi sentida publicación de
mis diez películas preferidas quedó frustrada. Ante esta situación, y con
permiso de los anteriores administradores web, publico esta serie con
justificación película por película aquí. Vale decir que como quedaron afuera
películas de Hitchcock, Ophüls y Rossellini (tres de mis realizadores
preferidos) los nombro en medio de mis justificativos a modo de compensación
(tendría que haber aprovechado y nombrar también a Buster Keaton pero no supe
donde encajarlo).
Barry Lyndon (Inglaterra/Estados Unidos, 1975, 184´). Dirigida por Stanley
Kubrick.
Si se simplifica mucho las cosas puede decirse que Barry Lyndon es una película histórica. Pero en verdad es una
película sobre la historia como convención arbitraria (que decide dejar a unos
en los libros para marginar millones) y sobre la imposibilidad de definir una
época no importa lo obsesivo que se sea en su representación. O sea: Barry Lyndon dice de manera clara
aquello que se exponía lateralmente en 2001:
Odisea en el Espacio, que el pasado no es menos misterioso que el futuro, y
que una película histórica bien entendida se acerca más a la ciencia ficción
que a cualquier otro género. Además de todo esto, Barry Lyndon tiene -entre muchas otras virtudes-, la utilización
más creativa que se haya hecho de la voz en off, una historia extraordinaria de
pasiones delirantes (hacia maridos, madres, padres, sobrinos, hijos etc...) que
terminan imponiéndose sobre toda ley de buena conducta, duelos de pistolas
ceremoniales (herederos directos de los duelos de la Madame de… de Ophüls) que incluyen uno de los gestos de sacrificio
más nobles jamás filmados, una utilización exquisita de la luz (de velas para
interiores, la de la “hora mágica” para los exteriores) y una inversión irónica
de la teoría marxista por la cual la historia puede repetirse primero como
farsa, y después como tragedia. Acá abajo les dejo el final, que con apenas
unas miradas y una firma -y solo con eso- deja en claro la situación de cada
uno de sus personajes. También, de paso, se deja bien establecido su futuro
cercano (ver la fecha del cheque) que nos indica que esa civilización y esa
forma de vida estará por concluir y que a partir de ese momento eso será una
historia a la que apenas podremos volver parcialmente en documentos pictóricos
o escritos, pero cuya totalidad sólo podremos intuir. No por nada Barry Lyndon
es también una historia de cosas que se pierden (un hijo, un futuro brillante
de abogado, una posibilidad de ser miembro de la nobleza) para nunca más
volver, hechos de las que solo pueden imaginarse realidades posibles, y como
sucede casi siempre en Kubrick, cuya mayor belleza se encuentra en su carácter
de misterio.
La Mosca (The Fly, Estados Unidos/Canadá/Inglaterra,
1986, 96’). Dirigida por David Cronenberg.
Cronenberg puede tener películas más complejas (Pacto de Amor, Festín Desnudo,
Una Historia Violenta), pero ninguna
más sentimental, potente y -en más de un sentido- descarnada que esta.
Cronenberg toma una película de ciencia ficción de los 50 para hacer una remake.
Pero en vez de ser un largometraje que imita a su antecesor lo que hace el
realizador es apropiarse de su trama y tomando de base un película clase B con
un humor malicioso y argumento absurdo (no por nada, surrealistas como Breton
admiraban esta pequeña película de los 50) construye un relato terrible y
atravesado por la carnalidad. La Mosca,
además, es un prodigio narrativo absoluto que en hora y media construye, género
mediante, una tragedia sobre la imposibilidad de controlar el propio físico y
sobre mutaciones de todo tipo. Después de todo acá no sólo muta el cuerpo del
protagonista, sino también mutan los roles en una pareja y de un tercero en
cuestión (que empieza siendo un canalla y termina siendo un héroe) y una
película que inicia como una historia romántica y deriva en un film de horror. La Mosca es, en suma, la reflexión de
una enfermedad como algo que se expande más allá del enfermo y termina
expandiendo y cambiando todo. Esto en medio de un gore bestial que a cada rato
pasa de lo trágico a lo paródico y montaje sutil y prodigioso que en apenas dos
miradas define tanto el coqueteo como el enamoramiento. Además de todo la
película muestra que el ingenio de Cronenberg puede ser tan grande que puede mostrar
la personalidad de dos personas mediante un experimento con un bife. Acá abajo les
dejo una imagen asquerosa, porque esta película se lo merece
El Río (The River, Francia/Estados Unidos/India, 99´, 1951). Dirigida por Jean
Renoir.
En los 50 el viejo Renoir filmó una película en la
India. Utilizó íntegramente escenarios naturales, mezcló actores profesionales
con no profesionales, dejó que unos chicos improvisen unas escenas y hasta hizo
que un actor que había perdido una pierna en la guerra interpretara a un
personaje con la misma discapacidad, adquirida por la misma causa. Las
características parecieran obedecer a una película de influencia netamente
neorrealista, una suerte de fresco social pero no de la Italia de posguerra
sino de un país oriental. Sin embargo, el truco de Renoir es filmarlo no en el
blanco y negro sucio que caracterizó a estas películas italianas, sino en un
paisaje de colores de todo tipo filmados en un technicolor hipnótico que le da
a la imagen una textura artificial. El resultado es un film que parece, al
mismo tiempo, realista y de fantasía, todo envuelto en una suerte de relato
“coming of age” de unas hermanas en el que parece estar en constante tensión un
posible azar y un posible destino, el nacimiento y la muerte, el amor
idealizado y el físico, la familia biológica y la que se termina formando a la
fuerza de convivencias de todo tipo. Quizás por eso también la importancia del
río en el film, el río como lo que está en permanente movimiento, pero también
lo que en la película es sinónimo de lo sagrado (y como se sabe, lo sagrado
siempre es estático). Cuando el relato termina, uno no solo se encariñó con
todos los personajes (que como bien pasa con Renoir, sean de la clase social o cultural
que sean, tienen sus razones para actuar como actúan), sino que uno terminó
adentrándose en una historia en la que nos terminan pareciendo tan extraños y
de fantasía las idas y vueltas sentimentales de unos jóvenes que una leyenda
hindú que incluye transformaciones de humanos a dioses, y en un relato que es
capaz de matar a un chico adorable sin que nos parezca un golpe bajo,
resolviendo un funeral y un luto en un par de escenas y haciéndonos sentir que vimos
una tragedia que simplemente pasó y que hay que superarla para poder seguir
adelante. Como dato podría decirse que el largometraje pasó casi desapercibida
en el momento de su estreno y que los productores se le quejaron a Renoir de
que el film transcurría en la India y no tenía ningún momento de aventuras con
sables ni imágenes de leones. Hay películas que decididamente son mucho más
inteligentes que su propio tiempo. Acá abajo les dejo una imagen. Les aviso de
antemano que el tratamiento del color que tiene esta película es
extraordinario, y que por ende lo mejor es verla en fílmico. Si no tienen acceso lo más recomendable hoy es la edición que sacó Criterion. Verla en otra copia es casi criminal. Están advertidos.
A través de los Olivos (Zire darakhatan zeyton, Irán/Francia,
1994,103´). Dirigida por Abbas Kiarostami.
Se sabe que Kiarostami hace dos cosas con mayor elegancia que nadie: tensionar
los límites entre la ficción y el documental, y jugar con ficciones dentro de
ficciones. A través de los Olivos es,
junto con Primer Plano, la película
en la que Kiarostami realiza estas operaciones con mayor ingenio, y además lo
hace en el contexto de una Irán pos-terremoto, que se pregunta qué hacer ahora
no solo para reconstruir la nación sino –sobre todo- para poder seguir
adelante. Desde este lugar Kiarostami propone el cine –el verlo y también el
hacerlo- como una actividad recreativa o laboral más, una manera de seguir con
una tarea después de una tragedia, de ahí también que acá los juegos entre
realidad y ficción, y el de películas adentro de películas sean, entre otras
cosas, formas de conservar un espíritu lúdico. Pero por supuesto que acá el
cine funciona también como una manera de poder documentar –en escenas que
muchas veces no se sabe del todo bien si están ensayadas o no- a los pobladores
que después de un terremoto siguen con sus vidas como pueden y saben. El
documento es, como es de esperarse de un heredero de Rossellini como
Kiarostami, despojado de toda estilización visual, confiando en la belleza de
lo real e incluso en este caso particular mostrando fascinación por los
pensamientos y las formas de vida –así llamadas- “simples”. A estas Kiarostami
las mira no desde un lugar superior, ni tratando de hacer de estos pensamientos
una idea de máximas filosóficas que esconden la verdad de las cosas, sino
simplemente encontrando inteligencia detrás de las elecciones personales de la
gente que filma. Si uno se deja llevar por la propuesta (algo sencillo y
placentero de hacer) de la película se va a llegar a un plano final que es, al mismo
tiempo, luminoso, tierno, y a su modo cargado de misterio. A falta de escenas,
película completa, o fotos bonitas, les dejo el tráiler.
Mouchette (Francia, 78’, 1967)
Dirigida por Robert Bresson.
Tomar la historia de
una nena en situación desgraciada a la que le ocurren varias cosas horribles
(violación incluida) en un transcurso de tiempo muy corto, para llegar a
conclusiones del orden de lo filosófico y –sobre todo- de lo teológico podría
derivar en una película pedante y llena de golpes bajos. Pero el director que
está manejando esto es uno de los mejores del siglo XX, y el resultado acá es
una película opresiva y oscura como pocas, que utiliza las desgracias de esta
chica no para caer en sentimentalismos y gestos indignados sino para mirarlos
con la distancia propia de quien parece shockeado y confundido ante un mundo en
donde la maldad puede aparecer sin la menor explicación. Todo esto narrado con
un montaje virtuoso y rabiosamente transgresor (Bresson y Ozu son los dos
directores que más y mejor rompen supuestas “reglas sagradas” del montaje), que
en menos de una hora y media muestra una reflexión sobre el miedo al silencio
de Dios que nunca tiene necesidad de ser declamada con trazo grueso (problema
que siempre tuvo Bergman en sus peores películas) sino que se va imponiendo
progresivamente a lo largo de la trama. Una película demasiado desesperada por
creer para ser llamada atea, y demasiado desoladora en su visión del mundo para
poder ser catalogada de creyente, cosa rara y genial hecha por un genio dueño
de un cine sumamente raro. Acá abajo les dejo un fotograma de la película,
intencionalmente pequeño y oscuro, como la propia película.
La Novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, Estados Unidos, 1935, 75´).
Dirigida por James Whale.
Toda la despareja -aunque entrañable- producción de películas de terror de la
Universal de los 30 se justifica por esta especie de melodrama de terror y
fantasía que es, al mismo tiempo, una comedia desatada y la tragedia personal
de un marginal desesperado por compañía. Suerte de película hereje con una especie
de Mesías aberrante crucificado por los dos verdaderos monstruos de la película
(la horda iracunda y un doctor Frankestein que no sabe qué hacer con su creación)
y que protagoniza una escena con un ciego que logra ser de una ternura rarísima.
Hay una herencia de iluminación expresionista explotada de manera insuperable,
acaso el mejor personaje secundario jamás creado (esa mezcla de sacerdote
satánico y científico glam que es Dr. Pretorius), Boris Karloff en su mejor
nivel actoral y ese prodigio enorme del maquillaje y el vestuario que es la
Novia del título a la que le bastó una aparición de menos de cinco minutos y un
sonido similar al graznido de un cisne para ser una de las figuras más icónicas
del siglo XX. Acá abajo, la parte en la que se crea la criatura femenina, pocos
minutos después, se sabe, la chica estará calcinada, y será homenajeada a lo
largo del siglo XX por personajes tan diferentes entre sí como La Novia de
Chucky y Marge Simpson.
Dios Sabe cuánto amé (Some came Running, Estados Unidos, 1958, 137´) Dirigida
por Vincente Minnelli.
Dice esa honda fuente de sabiduría cinematográfica que es El Cine según
Hitchcock que se puede partir de un clishé sin necesariamente llegar a uno.
Ejemplo cabal de esto es este melodrama de Minnelli que parte de lo más rancios
lugares comunes (un combatiente de guerra desencantado con el mundo, una
prostituta de buen corazón, un pueblo chico que termina encerrando un infierno
grande) para terminar derivando en una tragedia monumental y poco convencional de
pasiones exacerbadas y personajes de una complejidad extraordinaria y dueños de
comportamientos autodestructivos acaso inconscientes. Como si este fuese poco
tiene le mejor beso de la historia del cine (uno en el que una habitación se
pone a oscuras sin que medie sentido alguno más que crear una mayor sensación
de intimidad), algunas de las más hermosas confesiones amorosas y claro, siendo
Minnelli, toda una reflexión sobre la relación que se guarda con los artificios
(en este caso literarios). Además de todo Shirley McClaine nunca estuvo más
adorable (siempre a punto de caer en el ridículo, pero siempre salvándose con
elegancia) y Sinatra jamás estuvo mejor. El final de la película, luego
saqueado parcialmente por De Palma para la magistral Blow Out, se encuentra
entre lo más lacrimógeno que se haya filmado nunca. Acá abajo les dejo el
afiche. Por escenas de la película busquen clickeando acá.
Voces distantes, Vidas tranquilas (Distant Voices, Still Lifes, Inglaterra,
1988, 85’). Dirigida por Terence Davies.
Guillermo Cabrera Infante definió alguna vez el Amarcord de Fellini como el equivalente cinematográfico de En Busca del tiempo Perdido de Proust.
Esto, sin embargo, fue dicho por el crítico cubano a mediados de los 70, cuando
todavía Terence Davies no había estrenado esta obra maestra mayor en la que
expone sus recuerdos familiares en un pueblo minero inglés de los 40 y 50. Como
cualquier película proustiana, es ante todo un ensayo sobre el recuerdo como
construcción mental artificial, como un devenir de "flashes" que no
pueden recordase por entero sino como piezas de un rompecabezas imposible. Así
es como este largometraje termina siendo una sucesión de imágenes filmadas con
una textura de fantasía (deudoras en su iluminación de los cuadros de Edward
Hopper) en la que puede verse además de manera lateral una reflexión magistral
sobre un cambio social en Inglaterra en lo que refiere al cambio de roles
familiares de una sociedad patriarcal a una matriarcal. Sorprenden los puntos
en contacto que esta película tiene con El
Árbol de la Vida de Malick: misma idea de pensar el recuerdo
"fiel" como una imposibilidad, misma división tajante entre el mundo
masculino y femenino, la figura de la religión dando vueltas por toda la trama,
recuerdos que parecen visto a través de los ojos de un chico influido por el
imaginario del cuento de hadas y hasta la figura de un padre que es
representada, según el momento de la película, como ángel y como ogro. La
diferencia es que Davies no necesita exclamar a cada rato lo profundo que es y
menos que menos utiliza frases de sobrecitos de azúcar con un tono grave. En
vez de eso hay una suerte de modestia adorable en Davies, mostrándonos sus
recuerdos (como luego haría también en la extraordinaria The Long Day Closes) como una persona que nos muestra un álbum
familiar y trata, a partir de allí, de trazar una radiografía de la sociedad
inglesa de los 40 y 50, tanto cultural, como social, como musical (de hecho, si
hay algo que siempre supo hacer Davies es musicalizar de manera magistral e
identificar épocas y estados de ánimo con canciones). Acá abajo les dejo una imagen. Traten de conseguirla y verla. Si entran en el juego propuesto más
que un largometraje van a asistir a una suerte de sesión de hipnosis.
Capitán de Mar y Guerra (Master and Commander: Far Side of the World,
Estados Unidos, 2003, 138´). Dirigida por Peter Weir
Decía Hitchcock que mientras mejor es el villano mejor es la película y
dice una regla tácita de Hollywood que todo éxito mainstream debe tener una
historia de amor heterosexual. Pero el australiano Peter Weir acá (como en
tantas otras películas) hizo sus propias reglas y se le ocurrió plantear una
película de aventuras sin un villano visible y reemplazando la trama romántica
por una historia de amistad entre un capitán del barco y el médico de a bordo,
todo en el contexto de una historia que nos invita más que nada a contemplar
momentos de convivencia en un barco de guerra del siglo XIX que se dedica a
esperar un nuevo ataque de un enemigo y explorar territorios desconocidos. En
medio de esto hay una utilización virtuosa y exquisita de música clásica, un
Russell Crowe que muestra que cuando no actúa para ganar premios haciendo de
esquizofrénico sufrido puede ser un actor enorme y un barco que como espacio
puede pasar de ser opresivo a todo un símbolo de libertad y placer. Pocas veces
una superproducción de Hollywood exhibió tanta libertad creativa y nunca se
filmó con tanta pasión el amor por el descubrimiento y por los territorios
inciertos. Abajo les dejo el final con Boccherini de fondo.
El viaje a la felicidad de Mama Kuster (Mutter Küster´s Fahrt zum
Himmell, Alemania, 120´). Dirigida por Rainer Werner Fassbinder.
De Fassbinder puede decirse que era un cocainómano feroz, altament promiscuo y tan prolífico que fue capaz de hacer en menos de 15 años más de 40
películas (todo esto mientras escribía obras de teatro o trabajaba en series de
televisión y de paso escribía una que otra línea defendiendo encendidamente a
Douglas Sirk). Podría agregarse que además era un genio y que es el nombre más
importante de la historia del cine alemán junto con el de Friedrich Wilhelm
Murnau. El viaje a la felicidad de Mamá
Kuster no es de sus películas más estudiadas (como pueden serlo las
excelentes La Angustia corroe el Alma,
El matrimonio de Eva Braun o su
monumental Berlin Alexanderplatz),
sin embargo disfruto esta película de Fassbinder más que ninguna otra. Acá la
bestia germana toma como punto de partida una mujer que ha quedado viuda tras
el suicidio de su marido (quien antes de matarse cometió un asesinato) para ver
como diferentes sectores de la sociedad alemana toman su caso para aprovecharlo
política y/o socialmente. El resultado es una sátira feroz, dueña de un humor
corrosivo y sofisticado como pocos (sobre todo en lo que refiere al "doble
final" recargado de ironía) en los que Fassbinder se carga cuanto
movimiento social y político existe en la Alemania de los 70 (en medio de la
volteada también cae el periodismo), todo en medio de una película en el que
diferentes pasiones exacerbadas se expresan en una puesta en escena que mira a
sus personajes no con poca distancia irónica y en el que el horror se mezcla
con la cotidaneidad. También es un estudio brillante sobre como un fanático
político puede esconder en el fondo una persona de carácter dócil (algo de lo
que también habla, aunque con mucho menos humor y lucidez El Conformista de
Bertolucci) y una confirmación de que Briggite Mira y Gottfried John son dos de
los mejores actores del siglo XX. Acá abajo les dejo una imagen de la película.