Es increíble que haya pasado apenas un mes. Digo porque si uno piensa en lo poco que estuvo en boca de todos en las últimas semanas pareciera que es algo que sucedió hace muchísimo tiempo, uno de esos recuerdos amargos que uno no menciona mucho porque al fin y al cabo la vida sigue y no podés tener algo tan feo siempre fresco en la cabeza. Pero lo raro de las inundaciones es que no pasó hace casi nada y que se olvidó bastante rápido. Capaz es como decía Arthur Schnitzler y los gobiernos que se mantienen mucho tiempo tienden a acostumbrar a sus pueblos a las taras de sus jerarcas. Al kirchnerismo, uno de sus defectos más terribles -quizás el más- fue lo fácil que generó muertos políticos. Yo recuerdo que cuando fue lo de Mariano Ferreyra muchos se horrorizaron e incluso algunos kirchneristas (como había señalado Quintín en este post) mostraron que para ellos el límite era uma muerte. Pero una semana después de lo de MF murió Néstor Kirchner y entonces la mística tapó por un rato el crimen. Tiempo después vendrían más muertos (el Indoamericano, los Quom, Once) y poco a poco como que las masas se fueron acostumbrando y muchos kirchneristas empezaron a adoptar la actividad de mirar para otro lado casi como un reflejo pavloviano. Capaz el olvido parcial frente al horror de La Plata es sólo eso, producto de un gobierno que ya logró que las muertes valgan muy poquito. Pero tengo la esperanza de que no, de que lo que sucedió es que no provocó una indignación tan generalizada porque todavía hay una población shockeada. Lo de La Plata es uno de los hechos más siniestros desde que llegó la democracia. No fue sólo como Once, en donde se juntaron la ineptitud y la corrupción para generar una masacre anunciada hace años, sino que acá vino también la reacción más aberrante de medios oficialistas de los que haya tenido memoria y exhibidos con una claridad pornográfica. Así es como se vieron medios que prácticamente festejaron cuando los muertos fueron de Macri y al otro día empezaron a callarse la boca cuando los muertos fueron de Bruera y también –nunca olvidarlo- del actual ministro de Justicia y ex intendente de La Plata Alak. El silencio de los diez días por parte de la presidente -insoporablemente presente cuando pasó lo de Once-, es verdad, no estuvo, aunque si apareció CFK diciendo barbaridades a las víctimas de La Plata, Bruera colgando una foto trucha en Twitter, o Mariotto diciendo que a esta altura un muerto más un muerto menos no hacía diferencia. Y con esto último surge uno de los temas más horribles de toda esta situación y es la –ya a esta altura- certeza de que hubo ocultamiento de cadáveres, de que la cifra que se maneja hoy es imposible y que basta con conocer gente de La Plata para corroborar la ridiculez de los 52 fallecidos.
La inundación de La
Plata mostró a un gobierno no sólo volviendo a provocar decenas de muertos por
corrupción, sino que exhibió con una transparencia pasmosa los límites de
perversión a los que llevó la práctica política.
Y digo “práctica
política” y casi siento extrañamiento en mencionar ese término hoy. Si por algo
se ha caracterizado el kirchnerismo es por basar su poder en algo increíble
para aplicar cualquier imagen de un Estado: lo encriptado. El kirchnerismo es
la política de la confusión, no sólo porque si alguno quisiera explicar que es
“el modelo” se quedaría en una sumatoria de contradicciones disparatadas, sino
también porque el gran truco del kirchnerismo, la gran humorada
negra que les salió acaso involuntariamente fue hacerle sentir a mucha gente
que la política tenía que plantearse objetivos explicados de manera difusa y
muy general: combatir “a la derecha” y a "las multinacionales",
defender “el modelo” o plantear “una política de derechos humanos”. Y se sabe
que pasó y que pasa todavía con eso: dan un par de señales mínimas de que la
cosa va para ese lado muy general que proponen (juzgan a militares de los 70
por los derechos humanos que se violaron en ese época, se diferencian en el
discurso de un político conservador como Macri) y después no importa más nada: se
tejen alianzas cretinas con gobernadores fachos, crímenes políticos quedan impunes
y persisten una buena cantidad de derechos humanos elementales que este Estado
ha demostrado que se pasa por el forro. Pero por alguna razón esto les bastó
para generar una idea de pensar la política como una cuestión de fe, con este
amor por el slogan y los discursos altisonantes antes que los hechos concretos,
por crear esta certeza de que el país está dividido en dos y que los que lo siguen
son los buenos –o los menos malos-. Y mientras esto pasaba se puso en segundo
plano una palabra que sólo resonó con verdadera fuerza en dos masacres como
fueron la de Once y la de la reciente inundación: gestión. De pronto, como un
shock de quien descubre lo más básico y elemental, la Argentina cayó en la idea
de que se había olvidado el detalle de que faltaba infraestructura y que el
Estado estaba manejado por un conjunto de inoperantes. Que esto se vea como una
sorpresa es parte de la tragedia de estos tiempos y es el aspecto que más
deploro del kirchnerismo: el hecho de que haya eliminado de la política la
belleza de lograr mediante estrategias muchas veces muy hábiles y complejas
objetivos lógicos y de sentido común. No es una forma de arte de lo posible
como planteaba Maquiavelo, porque el arte tiende a complejizar el mundo en que
vivimos mientras la política tiene que darnos la seguridad de que hay reglas
que no se rompen, límites que no se cruzan, y objetivos claros que si se buscan
es porque sabemos que hacen un bien. Que si un tren puede descarrilar hay que
buscar la manera de que no esto no pase; que el camino que no estaba bien se
solucione; que el marginal tiene que ser integrado al sistema; que la población
tiene que ser alfabetizada y los maestros preparados; que tienen que existir
estadísticas públicas que nos permitan ver cuáles son los problemas concretos
que afecten a personas concretas; que un funcionario deba ir preso si delinque,
o que un país esté preparado para una catástrofe natural y esperable.
Después veremos si
hay algo ahí que se pueda hablar de izquierda, o de derecha, neoliberal o
centro o que. Nadie habla de muerte de ideologías, sino de una necesidad
alarmante en este contexto de politiquería de cuarta de construir una política
a través del cimiento de lo concreto porque el discurso vacuo y el slogan nos
está haciendo pedazos y desaprovechando un momento histórico de crecimiento
regional. Si pensamos que no hay relación entre la inundación, la masacre de
Once, la incapacidad de frenar la inflación, el ser el país que más ha
invertido en educación y que menos resultado ha tenido, el nivel de
extranjerización de empresas (mayor a cualquier época de Menem) y los números
reales de pobreza después de tantos años en los que entró tanta pero tanta
guita es porque estamos ciegos ante un país que ha hecho prácticamente una
filosofía de su falta de infraestructura y su incapacidad casi admirable de
plantearse cualquier política sólida a largo plazo. Y ahí es cuando se da
cuenta que esta gente no es imprescindible, ni brillante, ni siquiera poderosos
agentes del mal; sino personas que no están a la altura de su cargo, que no han
hecho un trabajo para el que se les paga y que el hecho de que muchos de ellos
patoteen o se queden con vueltos hablan de su inutilidad como funcionarios más
que de cualquier otra cosa. No sé qué pasó para que todo se torciera tanto y
perdamos la noción básica que lo que está arriba no es en el fondo más que un
servidor público y que su capacidad gestora no es un detalle más sino la base
misma de su política. No es cuestión moral, ni ideológica, es simplemente
pedir, en principio, que se labure bien.
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