Imagen de la película Tres Borrachos Resucitados
De vez en cuando doy clases de cine. De vez en cuando
también tengo que hablar de eso que dio en llamarse (mal, pero en fin, a algún
programa hay que ajustarse) “Nueva Ola Japonesa”. Ahí el primer nombre que
menciono indefectiblemente es el de Nagisa Oshima. Cuando eso pasa veo que la
mayoría de los alumnos ni lo conocen y que jamás de los jamases escucharon su
nombre. Es algo raro porque mis alumnos no suelen ser precisamente alumnos a
los que no les gusta el cine y Oshima no es precisamente un cineasta poco
importante en el siglo XX. A veces digo que dirigió El Imperio de los Sentidos,
una película con sexo explícito que transcurre en Japón durante la Segunda Guerra,
y entonces algunos (no muchos) dicen que sí, que la vieron, que se acuerdan de
esa película sobre una pareja que se encerraba a tener sexo de manera enfermiza
y que terminaba con la mujer cortándole el miembro a su esposo cuando este
muere tras una relación sexual sadomsaoquista. Me dicen que tienen un gran
recuerdo de ese relato polémico de los 70 en el que el sexo tenía un lugar
preponderante en una década en la que se se produjeron varias películas así (Detrás
de la puerta verde, Delicias Turcas,The Image, El último tango en París).
Quiso esas ironías del destino –u otras razones más precisas que desconozco- hizo
que la peor de todas ellas que es la de Bertolucci sea la más recordada en
general y que las otras películas sean o menos conocidas o prácticamente
ignoradas salvo para los muy interesados en la materia. La de Oshima fue una
película escandalosa, no solo en el resto del mundo sino también y sobre todo
en Japón. El film es con actores nipones y temáticamente no puede ser más
japonesa, pero tuvo que ser producido y filmado en Francia porque estaba (y aún
está, aunque las consecuencias legales de hacerlo son menores que antes)
prohibido mostrar genitales y en El Imperio de los Sentidos hay planos de
genitales masculinos y femeninos en casi todos los planos de la película. A
modo de provocación mayor incluso, se trata de una suerte de película sobre
genitales, en tanto y en cuanto la película nos va develando que en verdad la
protagonista Sada no está enamorada de un hombre sino lisa y llanamente de su
miembro sexual, como una suerte de amor fou surrealista en clave genital, una
obsesión tan centralizada que rompe las convenciones más arraigadas de los
relatos pornográficos tradicionales (desde Sade, a Bataille, pasando por
Pauline Regae, ha contado con protagonistas que eran ninfómanas desesperadas
por todos los hombres, Sada en cambio solo le interesa realmente un pene de una
sola persona). Pero El Imperio de los Sentidos
es una película rara más allá de su genitalidad, sus escenas sexuales están tan
multiplicadas que dejan de tener un sentido erotizante para tener un sentido
meramente dramático. O sea, al verse tantas veces seguidas a la pareja teniendo
sexo, lo que importa no es el acto sexual en sí, sino ir viendo cómo durante
ese acto se van desarrollando las relaciones interpersonales entre los dos
(sobre todo en lo que refiere a relaciones de poder en la pareja). Sin embargo
la escena más curiosa de la película, acaso la más interesante no transcurre
cuando los personajes están desnudos o siquiera cuando están juntos: el momento
más fuerte y quizás la toma de posición más contundente del director se
encuentra cuando decide mostrar al esposo de Sada vestido y visiblemente cansado
caminando por una calle a contramarcha de unos soldados japoneses. Uno ve en
ese plano sutil como pocos que mientras unos van a morir por la patria el otro
va a morir por una Sada en una relación sexual que él ya intuye será la última.
Ahí entonces comprendemos que la actitud del esposo de morir teniendo sexo por
amor a su mujer es sólo una actitud de sacrificio más de las muchas que se
estaban dando en Japón en las épocas del general Hirohito. Uno, además,
entiende que esa actitud no sólo no es del todo irracional sino que es mucho
más lógica que la de los propios soldados. Después de todo, morir por algo tan
abstracto como “la patria”, hacerlo entre el sufrimiento de las trincheras, y
todo para apoyar un régimen imperialista y cruel es, si se piensa no demasiado,
muchísimo más ridículo que elegir morir en medio del placer de un acto sexual
por la mujer que uno ama.
Imagen de la ¿pornográfica? El Imperio de los Sentidos
Ahí es donde uno se da cuenta de una cosa, y es que toda
esta provocación tiene además una idea detrás, una histórica, política y hasta
moral. La provocación no es solo una pose, sino que además tiene una raíz, un
pensamiento. Esto es importante porque justamente es lo que siempre ha
diferenciado a Oshima de otros directores que ostentan una incorrección
política y nada más que eso. A esos realizadores el tiempo solía y suele encargarse
de ponerlos con justicia en el olvido. Es algo similar a lo que decía Frank
Zappa (otro provocador genial y con un pensamiento lúcido de fondo): un rebelde
que solo tiene para ofrecer su rebeldía es o un reaccionario disfrazado o un
reaccionario en potencia. Siguiendo su misma línea de razonamiento pero en el
plano cinematográfico, un director provocador que solo tiene que ofrecer sus
provocaciones no es más que artista intrascendente en potencia. Ahí está ese
ejército de directores que les gustaron hacerse los cancheros con imágenes
ultraviolentas como violaciones de diez minutos en tiempo real o curiosidades
como fellatios en vivo y en directo en películas de pretensiones “artie” y ahí
quedaron, como un conjunto de olvidados que hoy no tienen más para ofrecer que
sus propio regodeo en la rebeldía cinematográfica. Oshima pertenece a ese grupo
muy pequeño de realizadores que, como Verhoeven, Cronenberg o el recientemente
fallecido Wakamatzu saben irritar pero saben porque lo están haciendo. Uno
siente incluso a veces que no es tanto su intención incomodar, sino
sencillamente decir lo que piensan del mundo o de ciertos aspectos del mismo. Lo
que provocan es, si se quiere, un efecto colateral, parte de la consecuencia de
exhibir sus pensamientos transgresores.
La esencial Ceremonias. Acaso su mejor película y uno los largometrajes más importantes de los 70.
Así fue un poco siempre la filmografía de Oshima, cuando se
erigió como uno de los principales responsables (quizás el más) de lo que fue
la renovación generacional de los 60 en el cine nipón (junto con otros nombres
como Imamura, Hani, o Suzuki). Oshima introdujo una negrura y una acidez que no
era común ver en el cine japonés de esos años y en poco más de diez años el
director se había cargado a diferentes aspectos de la sociedad de su país. Sus
jóvenes (Cruel Historia de Juventud), la sociedad de consumo (Boy), la
destrucción cultural de sus tradiciones (Ceremonias) y la clase política (Noche
y Niebla en Japón). Falló alguna que otra vez (muy pocas: La calle del amor y la esperanza, su opera prima y su largometraje más neorrealista es uno de esos casos)
pero en rasgos generales entregó o muy buenas películas o directamente obras
maestras. Su cine estuvo muchas veces obsesionado con el mal terrible, con el
caos surgiendo de pronto, algo así como su compatriota Mizoguchi, pero a
diferencia del otro, no hay en Oshima una idea de filmar ese mal con pudor y
distancia, antes Oshima tomaba posición al respecto y no pocas veces las
satirizaba dando como resultado escenas magistrales e incómodas. La cuestión de
la toma de posición siempre fue clave, porque si a eso se le suma un intento
por describir familias de la Japón moderna es lo que convertía muchas veces a Oshima en una
suerte de Ozu o Naruse furioso, o sea, alguien que también diseccionó las
clases sociales y las relaciones familiares, pero ya no desde un lugar con
pretensiones neutrales o desde un lugar melancólico, sino tratando de expresar
una indignación genuina si algo le parecía injusto, o cretino. Oshima, a
diferencia de Ozu, nunca tuvo aspiraciones de un cine sabio que buscara las
razones de todos sus personajes, sino más bien urgente. Justamente una de las
escenas más potentes de todo su cine se encuentra en un momento de Boy en el
cual el padre quiere convencer a su hijo pequeño de que se siga tirando delante
de los autos para simular heridas y seguir demandando a los conductores. Ante
la negación del chico el padre aprovecha su condición de veterano de guerra
condecorado por valentía para manipularlo moralmente, diciendo que él no sabe
lo que es en realidad arriesgar su vida. Allí entonces aparece la madrastra del
nene en escena y también el chico más pequeño de la familia. Todo transcurre en
una habitación pequeña y está filmado con la cámara baja tal y como sucedería
con cualquier película de Ozu. Pero aquí las manipulaciones no son sutiles ni
los personajes parcos en sus expresiones y discretos en el tono de su voz. Por
el contrario, la situación es descontrolada e histérica y el padre es capaz de
ahorcar a su propia mujer incluso cuando, para frenarlo, le anuncia que está
embarazada. Hay una rara incomodidad en esa escena no tanto por el sufrimiento
sino por el raro y retorcido humor, el padre utilizando sus “códigos de
guerrero” para un fin mezquino y deleznable, la madrastra histérica actuando como
un personaje salido de una telenovela barata y los dos chicos viendo esto de
modo neutral, como demasiado acostumbrados ya a ese tipo de situaciones
grotescas. Cuando todos terminan de discutir Oshima hace algo muy común en su filmografía: deja todo la escena en un
total y absoluto silencio. Como bien
indicaba Michel Chion, el sonido ha tenido siempre una cualidad de “expansión”,
si vemos un lugar pequeño pero escuchamos un sonido (sobre todo uno que
transcurre fuera del espacio visual) el espacio inmediatamente “se agranda”,
sabemos que hay una vida tanto adentro como afuera de ese lugar. En Oshima en cambio,
la ausencia de sonido en lugares pequeños vuelve al lugar todavía más pequeño,
más desolado, como si el universo del o los personajes se redujera solamente a
una mínima y asfixiante geografía. Pienso a veces incluso que el mayor
descubrimiento formal de Oshima fue ese: saber que más inquietante que un
sonido agresivo o amenazante fuera del campo visual, es el vacío sonoro más
absoluto, la ausencia siquiera de una amenaza y el clima del más absoluto
encierro.
Este tipo de decisiones visuales y sonoras de su cine, así
como su transgresora visión del mundo vieron su herencia en varios cineastas:
Koji Wakamatzu y Takeshi Kitano –quien fue descubierto en su faceta de actor
“serio” por Oshima en Merry Christmas Mr. Lawrence- con su poesía acotada son
dos ejemplos claros. Sin ir más lejos hace muy poco Shono Shion presentó la
obra maestra Guilty of romance, un film atravesado por El Imperio de los
Sentidos. En algún momento, espero, la figura de Oshima llegue a ser tan
conocida internacionalmente como la de cualquiera de los directores japoneses
clásicos, o sencillamente como la de cualquier otro gran cineasta de cualquier
espacio geográfico y de cualquier época.
Entonces películas como Ceremonias, Boy, Tabú o Noche y Niebla en Japón
figuren entre los grandes films que se hayan filmado. A mí me hubiera gustado
hacerle más justicia con una necrológica más extensa, que le haga más justicia
a la riqueza de quien es uno de mis cineastas preferidos. La falta de tiempo y
la urgencia de redactar una necrológica poco tiempo después del deceso sólo
pudo entregar este texto. Es lo que hay.
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